O sobre cómo el deseo también colecciona memoria

No la compré.
Estuvo ahí, durante días, como una posibilidad flotando.
Un par que llevaba tiempo siguiéndome, o tal vez yo a él.
No sé exactamente qué me frenó.
Quizá fue el momento.
Quizá fue el miedo de arruinar algo si lo volvía real.
Entré varias veces a la página.
Leí la descripción más de una vez.
Volví a mirar las fotos, como quien repasa el rostro de alguien que aún no conoce pero ya reconoce.
Me imaginé sacándola de la caja,
oliéndola,
poniéndomela con cuidado,
sintiéndome distinto.
No mejor. Distinto.
Pero no hice clic.
La dejé pasar.

Y no lo digo como quien se arrepiente de una oportunidad perdida,
sino como quien acepta que no todo deseo debe consumarse para tener sentido.
Porque ahora sé que hay pares que no tienes,
pero te acompañan igual.
Como una canción que nunca grabaste,
o un libro que no compraste pero te quedó en la cabeza.
Esa zapatilla no está en mi armario.
No dejó marca en la suela.
Pero sí dejó algo:
una huella rara, suave, emocional.
Un fragmento de vínculo no resuelto.
Una historia no contada que, sin embargo,
ya forma parte de mi colección.

No tener también es una forma de tener.
Y a veces,
el alma del coleccionista se construye más por lo que deja pasar
que por lo que acumula.